Escrito por: Alba Compairé
Mi relación con Alemania empieza cuando, de pequeña, mi madre me apuntó a unos cursos de acceso al colegio alemán. Yo no tenía ningún interés en ir, tenía 10 años, y quería seguir con mis amigos del colegio de mi barrio.
El Colegio Alemán de Barcelona ofrecía entonces una vía de acceso a la educación para niños catalanes de cuarto de primaria. Después de un curso y de una serie de pruebas, los niños empezaban en un grupo de quinto paralelo al resto de grupos que habían ido al colegio desde el Kindergarten, y recibían clases intensivas de gramática alemana para llegar al nivel de los otros y mezclarse con ellos unos cursos más adelante.
Contra todos mis deseos más feroces, me cogieron, y la Alba de 10 años, que quería quedarse en el colegio de toda la vida, empezó en un nuevo lugar.
Y, a partir de aquí y hasta el Abitur (la selectividad alemana), poco a poco y sin darme cuenta, fui aprendiendo todo el alemán que ahora sé, que, si bien no es bilingüe, es bastante.
De la lengua alemana me fascina en primer lugar la capacidad de formar nuevas palabras. La creatividad lingüística que, fuera del estereotipo que tenemos, permite la gramática alemana. Pronto descubrí que no podía encontrar en el diccionario todas las palabras que leía en los textos del colegio: algunas palabras estaban formadas a su vez por la suma de otras, y en estos casos, era preciso saberlas desmembrar antes, encontrar la separación como las partes de un pollo a l’ast, y, sólo entonces, clavado el cuchillo, separadas una por una las piezas, buscar su significado.
También, y paradójicamente, del idioma alemán me fascina su orden interno. El orden sintáctico lo justifica todo: no importa si el verbo en ocasiones viene al final de la frase, después de una larga yuxtaposición de substantivos formados creativamente por la aglutinación de otros substantivos. El verbo siempre estará, puedes tener la seguridad que llegará, y que te dará el sentido esencial de la frase. En una oración subordinada, inicias la lectura con el corazón en vilo, como quien hace un salto de un trampolín y espera, con la respiración contenida, el fin de la caída, el impacto salvador de los pies con el agua, encontrar el verbo. Pero siempre tocas el agua: puedes confiar en ello, el verbo siempre llega. I, así, finalmente ya en el agua, observarás retrospectivamente tu salto y verás la frase como un compuesto de estructuras que encajan perfectamente. La comprensión después del procedimiento te reconfortará y te susurrará que tú pronto también podrás dominar la técnica.
Y, a medida que esto sucede, en el futuro querrás ser tú quien rete a los otros a hacer el salto de tu frase, y gozarás de encontrar la ocasión de formar subordinadas bien largas pero perfectamente ordenadas, obligando, un poco vengativamente y también, por qué no admitirlo, pedantemente, a los demás a hacer el salto de tus oraciones.
Finalmente, me quedé en el colegio alemán hasta los 18 años, y, por lo tanto, hice tanto la selectividad española como el Abitur alemán, y, por lo tanto también, había cursado, en alemán, filosofía, matemáticas, historia, arte, física y química (esta última dentro de mis modestas posibilidades), deporte, etc., y es posible que entonces supiera expresar antes algunos conceptos en alemán que en catalán, aunque posteriormente he ido encontrando las traducciones y ya no puedo decir que se me escapa el alemán a la hora de decir derivada, raíz cuadrada, o de explicar la goldene Regel de Kant en catalán.
Con todo ello, era una nueva adulta con una identidad cultural claramente catalana, pero con pequeños esquejes ya germinados de una cultura extranjera, de un lugar donde no había vivido aún y que no conocía suficiente, pero que, por vía intelectual, me era irremediablemente ya también inherente, propia.
Estoy injertada, pues, ni que sea un poco, del esqueje del pensamiento alemán. Y es este esqueje que, desde entonces y de vez en cuando, e incluso cuando he querido renegar de él, me ha latido exigente por dentro y me dicho que tenía que satisfacerlo. Por este motivo escogí Alemania para hacer mi Erasmus y viví y estudié un año en Baviera, y también por ello trabajo como abogada en contacto con abogados, fiscales y clientes alemanes. Aún a día de hoy, que hace años que me dedico a ello y que cuotidianamente tengo interacciones en alemán tanto por escrito como orales, hay una pequeña parte de mí que se ilumina cuando se observa desde fuera escribir o hablar en alemán y hacer el salto a la frase del que hablaba antes.
El otro día sonreí al descubrir la palabra Anlagenkonvolut, que designa un “conjunto de documentos” anexo a una demanda o querella. El esqueje se alimentaba de sabia nueva y yo florecía un poco sentada en mi silla, ahora ya no la del colegio sino la de mi despacho de abogada.
Alba Compairé